lunes, 22 de junio de 2009

:: Crítica de María Esther Burgueño ::


VISITANDO A LOS MACBETH

María Dodera nació como directora (El segundo pecado original en la era microchipniana) con una impronta clara: investigar. Recuerdo que una vez que montó en la sala 1 de La Gaviota una obra convencional de Joe Orton dijo: “Esta vez quiero experimentar con lo tradicional”.
Además de su provechosa junta con Peveroni en media docena de espectáculos, en aquellos que realizó por su cuenta, utilizó espacios no convencionales con el verdadero sentido qué estos tienen: no constituir solo un juego experimental sino aportar al sentido de la puesta, desde el espacio. “Electra” en el Cabildo, y en algunas playas del Este, “Manhattan Medea”, en el Castillo Pittamiglio, “El ejecutor” y “El hueco” en la parte trasera del teatro Florencio Sánchez, han mostrado la mirada atenta de Dodera sobre la teatralidad que emana de un lugar.
“Los Macbeth” la lleva a la casa de la Cultura del Prado y la reúne por tercera vez con el coro Upsala, en esta ocasión no en vivo, como en las anteriores. Dodera consigue que veamos un lugar que conocemos de la ciudad, como si no lo hubiéramos visto nunca. Normalmente en la Casa de la Cultura se dictan cursos, hay pupitres, escritorios de recepción, con su correspondiente funcionario y materiales de trabajo. Cada día de función, un pequeño ejército de voluntarios trabaja durante cuatro horas para transformar el lugar en el palacio de los Macbeth, ambientado para recibir a 25 espectadores visitantes.
Ya desde la calle la escalera de acceso se ve iluminada por velas que poetizan el parque que rodea la casa. Al llegar somos invitados a esperar en una bellísima sala donde los ojos del espectador se deleitan con la mampostería, los cristales, las maderas. Un fuego intenso arde en una chimenea, y un mobiliario victoriano, que invita a entregarnos al pacto ficcional nos saluda entre sillones, espejos, pedestales, mesas y sillas de terciopelo rojo. A partir de allí, Gunther, un criado de los Macbeth, nos anuncia que seremos recibidos más tarde y se convierte en el guía que nos conduce por la casa. Hay conciencia de que el paseo es una catábasis, un descenso al mundo de los muertos, ya que previamente seremos invitados a convocar el espíritu de Macbeth. A partir de allí vamos a la sala de los espejos, a la sala de música donde escuchamos algunas notas de Pachebel, a las escaleras, siempre tocando una pared para permanecer invisibles, a la habitación de Lady Macbeth, al baño donde Macbeth se oculta, a la cocina, a una de las terrazas, al salón de la fiesta de coronación interrumpida por la aparición del espectro de Banquo, a otra terraza, que nos deja a caballo entre el mundo de la ficción y la realidad que ingresa por los ruidos de la noche montevideana.
Nuestro guía va tomando coraje para rehacer la historia bebiendo de una petaca que lo va sumergiendo en la embriaguez de su propio temor.
¿Qué vemos en este recorrido? Una alternancia entre fragmentos narratúrgicos, expuestos por el guía y algunos de los personajes, que van armando la historia de Macbeth delante de nosotros, y una serie de escenas de la obra representadas por dos (¿tres?) actores que representan a Lady Macbeth, a Macbeth, y a Hécate, la reina de las brujas. La selección de fragmentos representados encarna los momentos más representativos de cada personaje. Así Lady Macbeth lee la carta de su esposo que le comunica las nuevas de las brujas, persuade a su esposo de cometer el crimen, hace su famoso monólogo invocando a que su sangre trueque en veneno, impele al crimen, ve sus manos teñidas de sangre y se entrega al remordimiento de pensar cuán parecido era el rey dormido a su padre. Macbeth, por su parte, expresa sus dudas ante el crimen, lo ejecuta, se jacta de su poder, alucina con el espectro de Banquo, consulta a las brujas, cae en sus engaños, comprende su ruina, esboza el célebre parlamento acerca de la vida como una sombra que pasa, y admite su caída momentánea, porque otros tiranos retomarán su senda. Hécate tiene una aparición inquietante y muda y un pequeño monólogo enmarcado en la hornacina de una escalera, que conmueve por su veracidad.
Este recorrido tiene varios encantos: por un lado el descubrir la belleza de cada uno de los lugares ambientados e iluminados de manera hermosa, por otro lado el dispositivo musical exquisito de Alfredo Leirós quien tuvo que llevar el sonido, habitación por habitación. Las voces del coro Upsala son un momento muy intenso y se aconseja atender a la letra que se canta. El vestuario respalda con sus colores, su estilo, y sus pequeños cambios ese viaje hacia otra dimensión. El estilo y la presencia aniñada y terrible de Hécate son un hallazgo particular. El elenco se adecua a la propuesta a pesar de la dificultad de decir a Shakespeare en medio de otras palabras, e incluso, y esto es quizás lo más original, de introducir el humor, especialmente a través de Gunther. Cuando nos íbamos María nos preguntó: “¿Se divirtieron?” lo cual me pareció, en el momento, una pregunta extraña. Después comprendí que hay un algo de parodia en la mirada que el criado arroja sobre los personajes, aquello de que nadie es un gran hombre para su ayuda de cámara… Que nosotros mismos conservándonos pegados a la pared para “seguir siendo invisibles” teníamos algo de niños siguiendo un juego, que es justamente el punto de partida de la obra.
María Dodera reinventa este lugar de Montevideo, lo puebla de fantasmas y de visitantes, desdeña y desafía la superstición sobre la mala suerte que da montar esta obra y nos recuerda una versión de cámara que hizo Sergio Blanco en el Galpón que se llamaba “TraKing Macbeth”. Sólo que allá la palabra era el arma de síntesis y aquí lo es la sensación perturbadora e interesante de estar, por un rato, en el lugar de la intriga. Ah, y nunca volverá usted a mirar los tres cipreses del parque, con indiferencia.

María Esther Burgueño

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